Un simple parecido físico convierte un viaje de turismo, en plena Belle Époque, en una alucinante aventura que hubiera despertado la envidia del más emprendedor caballero medieval.
La creación por Stevenson (remachada por Rider Haggard) de la moderna novela de aventuras, en la década de 1880, desencadenó una copiosa producción en ese género, reescrita de vez en cuando por obras maestras entre las cuales ninguna logró tanta y tan justa fama como El prisionero de Zenda (1894), obra que al mismo tiempo da cuerpo a uno de los grandes mitos de la aventura.
Es un alarde de habilidad narrativa: el hilvanamiento de peripecias cada vez más pasmosas, mantiene un clima de tensión constante y creciente, amenizando por toques de humor dosificados, en una historia donde la lucha, la intriga y el amor se combinan en una fórmula aún no superada.