La existencia, para que realmente valga la pena preservarla, debe ser digna, de lo contrario, vivir sin decoro es renunciar a la vida verdaderamente humana. De este parecer fue Ricardo Flores Magón, hombre que no transigió, ni en las circunstancias más adversas ni en las engañosamente favorables. Fue un luchador social que no tuvo edad para desfallecer ni época para cambiar de ideales. Nunca habló de un glorioso pasado para acomodarse a las conveniencias del presente.
La conducta de este hombre sigue siendo una réplica para muchos políticos que se jactan de haber padecido el sarampión de la lucha social, de haber estado de lado de los oprimidos, para después gozar de los beneficios traídos por los supuestos cambios, aunque éstos sólo existan en la cabeza de los que pretenden justificar su vergonzante metamorfosis.
Revolucionarios como él jamás se ponen de espaldas ante el devenir histórico; son testigos activos de las transformaciones sociales, las analizan e interpretan y, gracias a ello cambian, no de principios, sino de tácticas y estrategias, cuidando que los medios que usan no corrompan los fines que persiguen.
Ricardo Flores Magón fue un soñador, un enamorado de la libertad y la justicia, y, en su afán de alcanzarlas, no hubo amenaza que lo amedrentara, cárcel que lo inmovilizara ni cantos de sirena que lo obligaran a maniatarse y taparse los oídos. Sólo su artero asesinato en una cárcel estadounidense pudo poner fin a su heroica trayectoria, para oprobio del gobierno norteamericano y vergüenza de la Revolución Mexicana.