La evaluación que se realiza en las escuelas no tiene lugar en la estratosfera o en una campana de cristal. Se realiza en un contexto que hoy está inmeros en la filosofía neoliberal, filosofía que contradice casi todos los presupuestos de educación: individualismo, competitividad, obsesión por la eficacia, relativismo moral, hipertrofia de la imagen... Por eso la evaluación debería ser un proceso contrahegemónico.
Es más fácil dejarse arrastrar, pero la corriente solo se lleva a los peces muertos.
La evaluación, que podría utilizarse de forma prioritaria para comprender, para mejorar, para dialogar, para motivar y para potenciar la calidad del aprendizaje, se está utilizando para medir, para comparar, para clasificar, para controlar y para jerarquizar.
La evaluación es un cuchillo. Se puede utilizar para salvar a las personas y liberarlas de las cuerdas de la ignorancia y de la opresión, pero también puede utilizarse para herir y matar.
Por eso es decisivo ahondar en el sentido ético de la evaluación. Hablamos de evaluación educativa porque debe educar a quien la hace y a quien la recibe.
Hay muchos sentimientos en el proceso evaluador. Se suele evaluar con la cabeza, dejando al margen el corazón, tanto de los evaluados como de los evaluadores. Se debe evaluar, también, con el corazón.